jueves, 31 de julio de 2025

 

Gabriel García Márquez  (Grado Sexto)

La prodigiosa tarde de Baltazar:         La jaula estaba terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo. Tanta gente vino a verla, que se for­mó un tumulto frente a la casa, y Baltazar tuvo que descolgarla y cerrar la carpintería.

         —Tienes que afeitarte —le dijo Úrsula, su mujer—. Pareces un capuchino.
         —Es malo afeitarse después del almuerzo —dijo Baltazar.
         Tenía una barba de dos semanas, un ca­bello corto, duro y parado como las crines de un mulo, y una expresión general de mucha­cho Pero era una expresión falsa. En febrero había cumplido 30 años, vivía con Úrsula desde hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la vida le había dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Ni siquiera sabía que para al­gunas personas, la jaula que acababa de hacer era la más bella del mundo. Para él, acostum­brado a hacer jaulas desde niño, aquél había sido apenas un trabajo más arduo que los otros.
         —Entonces repósate un rato —dijo la mu­jer—. Con esa barba no puedes presentarte en ninguna parte.
         Mientras reposaba tuvo que abandonar la hamaca varías veces para mostrar la jaula a los vecinos. Úrsula no le había prestado aten­ción hasta entonces. Estaba disgustada por­que su marido había descuidado el trabajo de la carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y durante dos semanas había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había vuelto a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada. Cuando Baltazar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y una camisa, los había puesto en un asiento junto a la ha­maca, y había llevado la jaula a la mesa del comedor. La contemplaba en silencio.
         —¿Cuánto vas a cobrar? —preguntó.
         —No sé —contestó Baltazar—. Voy a pedir treinta pesos para ver sí me dan veinte.
         —Pide cincuenta —dijo Úrsula—. Te has trasnochado mucho en estos quince días. Ade­más, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto en mi vida.
         Baltazar empezó a afeitarse.
         —¿Crees que me darán los cincuenta pe­sos?
         —Eso no es nada para don Chepe Mon­tíel, y la jaula los vale —dijo Úrsula—. De­bías pedir sesenta.
         La casa yacía en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor pa­recía menos soportable por el pito de las chi­charras. Cuando acabó de vestirse, Baltazar abrió la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de niños entró en el co­medor.
         La noticia se había extendido. El doctor Octavio Gíraldo, un médico viejo, contento de la vida pero cansado de la profesión, pen­saba en la jaula de Baltazar mientras almor­zaba con su esposa inválida. En la terraza interior donde ponían la mesa en los días de calor, había muchas macetas con flores y dos jaulas con canarios. A su esposa le gus­taban los pájaros, y le gustaban tanto que odíaba a los gatos porque eran capaces de corriérselos. Pensando en ella, el doctor Gi­raldo fue esa tarde a visitar a un enfermo, y al regreso pasó por la casa de Baltazar a co­nocer la jaula.
         Había mucha gente en el comedor. Puesta en exhibición sobre la mesa, la enorme cú­pula de alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos especiales para comer y dormir, y trapecios en el espacio re­servado al recreo de los pájaros, parecía el modelo reducido de una gigantesca fábrica de hielo. El médico la examinó cuidadosa­mente, sin tocarla, pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio pres­tigio, y mucho más bella de lo que había so­ñado jamás para su mujer.
         —Esto es una aventura de la imaginación —dijo. Buscó a Baltazar en el grupo, y agre­gó, fijos en él sus ojos maternales—: Hubie­ras sido un extraordinario arquitecto.
         Baltazar se ruborizó.
         —Gracias —dijo.
         —Es verdad —dijo el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer que fue hermosa en su juventud, y unas ma­nos delicadas. Su voz parecía la de un cura hablando en latín—. Ni siquiera será nece­sario ponerle pájaros —dijo, haciendo girar la jaula frente a los ojos del público, como si la estuviera vendiendo—. Bastará con col­garla entre los árboles para que cante sola. —Volvió a ponerla en la mesa, pensó un mo­mento, mirando la jaula, y dijo:— Bueno, pues me la llevo.
         —Está vendida —dijo Úrsula.
         —Es del hijo de don Chopo Montiel —dijo Baltazar—. La mandó a hacer expresamente.
         El médico asumió una actitud respetable.
         —¿Te dio el modelo?
         —No —dijo Baltazar—. Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una pareja de turpiales.
         El médico miró la jaula.
         —Pero ésta no es para turpiales.
         —Claro que sí, doctor —dijo Baltazar, acercándose a la mesa. Los niños lo rodea­ron—. Las medidas están bien calculadas —dijo, señalando con el índice los diferen­tes compartimientos. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la jaula se llenó de acor­des profundos—. Es el alambre más resistente que se puede encontrar, y cada juntura está soldada por dentro y por fuera —dijo.
         —Sirve hasta para un loro —intervino uno de los niños.
         —Así es —dijo Baltazar.
         El médico movió la cabeza.
         —Bueno, pero no te dio el modelo —dijo—. No te hizo ningún encargo preciso, aparte de que fuera una jaula grande para turpiales. ¿No es así?
         —Así es —dijo Baltazar.
         —Entonces no hay problema —dijo el mé­dico—. Una cosa es una jaula grande para turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta la que te mandaron hacer.
         —Es esta misma —dijo Baltazar, ofusca­do—. Por eso la hice.
         El médico hizo un gesto de impaciencia.
         —Podrías hacer otra —dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el médico—: Usted no tiene apuro.
         —Se la prometí a mi mujer para esta tarde —dijo el médico.
         —Lo siento mucho, doctor —dijo Balta­zar—, pero no se puede vender una cosa que ya está vendida.
         El médico se encogió de hombros. Secán­dose el sudor del cuello con un pañuelo, con­templó la jaula en silencio, sin mover la mi­rada de un mismo punto indefinido, como se mira un barco que se va.
         —¿Cuánto te dieron por ella?
         Baltazar buscó a Úrsula sin responder.
         —Sesenta pesos —dijo ella.
         El médico siguió mirando la jaula.
         —Es muy bonita —suspiró—. Sumamen­te bonita. —Luego, moviéndose hacia la puer­ta, empezó a abanicarse con energía, sonrien­te, y el recuerdo de aquel episodio desapa­reció para siempre de su memoria.
          —Montiel es muy rico —dijo.
         En verdad, José Montiel no era tan rico co­mo parecía, pero había sido capaz de todo por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de arneses donde nunca se había sentido un olor que no se pudiera vender, permanecía indiferente a la novedad de la jaula. Su esposa, torturada por la obse­sión de la muerte, cerró puertas. y ventanas después del almuerzo y yació dos horas con los ojos abiertos en la penumbra del cuarto, mientras José Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un alboroto de muchas voces. En­tonces abrió la puerta de la sala y vio un tu­multo frente a la casa, y a Baltazar con la jaula en medio del tumulto, vestido de blan­co y acabado de afeitar, con esa expresión de decoroso candor con que los pobres llegan a la casa de los ricos.
          —Qué cosa tan maravillosa —exclamó la esposa de José Montiel, con una expresión radiante, conduciendo a Baltazar hacia el interior—. No había visto nada igual en mi vida —dijo, y agregó, indignada con la multitud que se agolpaba en la puerta—: Pero llévesela para adentro que nos van a convertir la sala en una gallera.
         Baltazar no era un extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones, por su eficacia y buen cumplimiento, había sido lla­mado para hacer trabajos de carpintería me­nor. Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en ellos, en sus mujeres feas y conflictivas, en sus tremendas operaciones qui­rúrgicas, y experimentaba siempre un senti­miento de piedad. Cuando entraba en sus ca­sas no podía moverse sin arrastrar los pies.
         —¿Está Pepe? —preguntó.
         Había puesto la jaula en la mesa del co­medir.
         —Está en la escuela —dijo la mujer de José Montiel—. Pero ya no debe demorar. —Y agregó:— Montiel se está bañando.
         En realidad José Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando una ur­gente fricción de alcohol alcanforado para sa­lir a ver lo que pasaba. Era un hombre tan prevenido, que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de la casa.
         —Adelaida —gritó—. ¿Qué es lo que pasa?
         —Ven a ver qué cosa maravillosa —gritó su mujer.
         José Montiel —corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca— se asomó por la ventana del dormitorio.
         —¿Qué es eso?
         —La jaula de Pepe —dijo Baltazar.
         La mujer lo miró perpleja.
         —¿De quién?
         —De Pepe —confirmó Baltazar. Y después dirigiéndose a José Montiel—: Pepe me la mandó a hacer.
         Nada ocurrió en aquel instante, pero Bal­tazar se sintió como si le hubieran abierto la puerta del baño. José Montiel salió en cal­zoncillos del dormitorio.
         —Pepe —gritó.
         —No ha llegado —murmuró su esposa, inmóvil.
         Pepe apareció en el vano de la puerta. Te­nía unos doce años y las mismas pestañas rizadas y el quieto patetismo de su madre.
         —Ven acá —le dijo José Montiel—. ¿Tú mandaste a hacer esto?
         El niño bajó la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a mirarlo a los ojos.
         —Contesta.
         El niño se mordió los labios sin responder.
         —Montiel —susurró la esposa.
         José Montiel soltó al niño y se volvió hacia Baltazar con una expresión exaltada.
         —Lo siento mucho, Baltazar —dijo—. Pe­ro has debido consultarlo conmigo antes de proceder. Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor. —A medida que hablaba, su ros­tro fue recobrando la serenidad. Levantó la jaula sin mirarla y se la dio a Baltazar—. ­Llévatela en seguida y trata de vendérsela a quien puedas —dijo—. Sobre todo, te ruego que no me discutas. —Le dio una palmadita en la espalda, y explicó:— El médico me ha prohibido coger rabia.
         El niño había permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo miró perple­jo con la jaula en la mano. Entonces emitió un sonido gutural, como el ronquido de un perro, y se lanzó al suelo dando gritos.
         José Montiel lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.
         —No lo levantes —dijo—. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y después le echas sal y limón para que rabie con gusto.
         El niño chillaba sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.
         —Déjalo —insistió José Montiel.
         Baltazar observó al niño como hubiera ob­servado la agonía de un animal contagioso. Eran casi las cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una canción muy antigua, mientras cortaba rebanadas de cebolla.
         —Pepe —dijo Baltazar.
         Se acercó al niño, sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un salto, abra­zó la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando a Baltazar a través del tejido metálico, sin saber qué decir. No había derramado una lágrima.
         —Baltazar —dijo Montiel, suavemente—. Ya te dije que te la lleves.
         —Devuélvela —ordenó la mujer al niño.
         —Quédate con ella —dijo Baltazar. Y lue­go, a José Montiel—: Al fin y al cabo, para eso la hice.
         José Montiel lo persiguió hasta la sala.
         —No seas tonto, Baltazar —decía, cerrán­dole el paso—. Llévate tu trasto para la casa y no hagas más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.
         —No importa —dijo Baltazar—. La hice expresamente para regalársela a Pepe. No pen­saba cobrar nada.
         Cuando Baltazar se abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la puerta, José Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y sus ojos empezaban a enrojecer.
         —Estúpido —gritaba—. Llévate tu ca­charro. Lo último que faltaba es que un cual­quiera venga a dar órdenes en mi casa. ¡Ca­rajo!
         En el salón de billar recibieron a Baltazar con una ovación. Hasta ese momento, pen­saba que había hecho una jaula mejor que las otras, que había tenido que regalársela al hijo de José Montiel para que no siguiera llorando, y que ninguna de esas cosas tenía nada de particular. Pero luego se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia para muchas personas, y se sintió un poco excitado.
         —De manera que te dieron cincuenta pe­sos por la jaula.
         —Sesenta —dijo Baltazar.
         —Hay que hacer una raya en el cielo —di­jo alguien—. Eres el único que ha logrado sacarle ese montón de plata a don Chepe Mon­tiel. Esto hay que celebrarlo.
         Le ofrecieron una cerveza, y Baltazar co­rrespondió con una tanda para todos. Como era la primera vez que bebía, al anochecer es­ taba completamente borracho, y hablaba de un fabuloso proyecto de mil jaulas de a se­senta pesos, y después de un millón de jaulas hasta completar sesenta millones de pesos.
         —Hay que hacer muchas cosas para ven­dérselas a los ricos antes que se mueran —de­cía, ciego de la borrachera—. Todos están enfermos y se van a morir. Cómo estarán de jodidos que ya ni siquiera pueden coger bien.
         Durante dos horas el tocadiscos automático estuvo por su cuenta tocando sin parar. To­dos brindaron por la salud de Baltazar, por su suerte y su fortuna, y por la muerte de los ricos, pero a la hora de la comida lo de­jaron solo en el salón.
         Úrsula lo había esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto de re­banadas de cebolla. Alguien le dijo que su marido estaba en el salón de billar, loco de felicidad, brindando cerveza a todo el mundo, pero no lo creyó porque Baltazar no se había emborrachado jamás. Cuando se acostó, casi a la medianoche, Baltazar estaba en un salón iluminado, donde había mesitas de cuatro puestos con sillas alrededor, y una pista de baile al aire libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tenía la cara embadurnada de colorete, y como no podía dar un paso más, pensaba que quería acostarse con dos mujeres en la misma cama. Había gastado tanto, que tuvo que dejar el reloj como garantía, con el compromiso de pagar al día siguiente. Un mo­mento después, despatarrado por la calle, se dio cuenta de que le estaban quitando los za­patos, pero no quiso abandonar el sueño más feliz de su vida. Las mujeres que pasaron para la misa de cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba muerto.
 

 

 31/07/2025 (Grado Sexto)

EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO

 Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

         —Tiene cara de llamarse Esteban.

         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.